Wes Anderson, el modulador de cultura
Póster de La Cónica Francesa - Wes Anderson |
Júlia Gironés. Castelló.
En el mundo de La crónica francesa todo es dulce, ligero y plácido. Se respiran colores chillones, bellos diálogos cómicos y unos personajes nacidos por y para una breve pero contundente causa. Cada plano contiene una colorida materialización del mundo imaginario de Wes Anderson, ya que todo lo creado previamente por el director se esparce como el agua por cada frame de su nueva película a través de diferentes estímulos que componen la cinta. La crónica francesa funciona como La Gran Belleza de aquel Paolo Sorrentino del 2013. Una recopilación de todo el universo del autor. Un regalo envenenado. Un: esto es todo lo que soy. Y te lo comprimo y resumo en una cinta obsesa y despiadada que sostiene todo lo que ellos nunca serán. Lo que no encontrarás en ningún lugar. Una especie de cuento postmodernista que mezcla diferentes disciplinas, otorgando al espectador sensaciones no demandadas, sin embargo, serán sentidas inevitablemente. El amor en todas sus formas que une personajes sin aparentemente nada en común. La admiración por la función incuestionable del periodismo como la herramienta de hacer más real, lo ya real. O el placer por los pequeños detalles de la vida, como Amelie incrustando su mano en las especias de ese rutinario mercado francés. Emociones que perforan la pantalla y se adentran en los individuos, recordándoles la cruda capacidad del arte. Sentir y odiar a través de otros. Y esto, el director estadounidense lo consigue a la perfección. La crónica francesa es una sucesión de capítulos que relatan historias que diferentes periodistas han publicado en un periódico. Bill Muray -inspirado en Harold Ross, fundador de The New Yorker- vértebra de la entrada y salida de cada capítulo, consigue unificar los diferentes relatos. Pero… si se le aparta la envoltura periodística, el corazón de La crónica francesa habla de arte.
Considerar a Wes Anderson como un creador de tendencias es, sin lugar a dudas, una sentencia objetiva e incuestionable. La iluminación, el encuadre y la composición que el director ha conservado durante todas sus films ha incrustado en el imaginario colectivo tendencias que se han expandido por todas las industrias culturales. Y por ello, siendo el propio Wes Anderson una máquina elemental en la cultura de nuestros tiempos, es de reflexión que una de las historias que forman parte de la Crónica Francesa sea nada más y nada menos que la de un artista excluido por la sociedad que es transformado en un pintor de renombre por la ayuda de un marqués. Esta historia de mecenazgo le confiere a la película una especie de crítica al engranaje del arte y por consecuencia, a lo que se considera arte en sociedad. Se plasma cómo lo abstracto se convierte en capital gracias a la visión de un individuo, y este es, inevitablemente en toda la historia, un burgués. La validación del arte ha sido una función que solo una parte de la sociedad ha podido ejercer y que, a través de su criterio y su motivación económica, han guiado la cultura mundial. Wes Anderson hace hincapié en esta idea, y nos susurra a través de un cocinero envenenado pero maravillado por saborear algo nuevo, que la originalidad va a morir si no se sale de la validación cultural. Invita a explorar fuera de lo que consideramos cultura y adentrarnos en un nuevo mundo donde encontrar nuevas sensibilidades a las que adorar.
Es sorprendente que un director como Wes Anderson divulgue esta idea en su obra puesto que, es sin duda, un creador de tendencias emergentes. Todo lo que el director promueve en sus producciones es, inevitablemente, popularizado. Los colores chillones y la sensación de que las paredes huelen a dulce es puesto en tendencia a través de su película El gran hotel Budapest, igual que esos planos cuadriculados cuidados al detalle que consiguen colocarnos en primera persona dentro del relato. Por tanto, es contradictorio dicha idea debido a que él es aquello a lo que alude: un individuo con cierta superioridad que evalúa y consigue promover el arte a través de su criterio individual.
En la actualidad las industrias culturales construyen sus productos con parámetros marcados y con vertientes seguidas por anteriores artefactos culturales. Se repiten constantemente las fórmulas que han funcionado en el pasado y se repite hasta la saciedad. Estamos tan acostumbrados a ello que percibimos como algo emergente y original a pesar de haber sido repetido durante la historia cantidad de veces. Recientemente, la estética postmodernista del director es percibida en diferentes industrias. Tanto en productos cinematográficos como en portadas de discos, diseño de interiores o en una infinidad de artefactos culturales. A pesar de que el autor posee infinidad de posibilidades dentro de sus características adaptándonos cada vez un producto innovador, no consigue promover un mundo original donde el arte sea verdaderamente libre. Puesto que las réplicas que los demás realizan de sus propias obras perpetúan el mecanismo de mecenazgo tradicional.
La nueva obra del director estadounidense es toda una declaración de intenciones que invita a que se evalúe la concepción del arte, sin embargo también es una oda bella hacia la profesión periodística y como no, hacia el cine. La invitación a cuestionarse ciertas formas de vida que sentimos como habituales a través del lenguaje audiovisual supone un regalo. Por todo eso y la extravagante belleza de sus piezas, gracias Wes Anderson.
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